La historia del cristianismo comienza con un gran deslumbramiento de luz del cual el hombre sale poco a poco y a trompicones, los ojos aún cegados, para emprender el viaje hacia una explicación coherente de lo que le ha pasado. La historia de la Iglesia es la de un idealismo corrompido- la búsqueda de “una idea platónica de sí mismo”: un sueño ensalzado. Y como parece que mucho de lo que corrompe a la Iglesia está relacionado con las tentaciones de la riqueza y el poder que la rodea, ésta es una historia muy humana.
Es una historia que toca las capas más profundas de nuestra experiencia común, tanto personal como tribal. Los hebreos nos enseñaron que la verdad no es un sustantivo abstracto, sino otra forma de nombrar a la persona, a una presencia divina dotada de perspicacia infinita y de decisión creativa.
Utilizamos las palabras para etiquetar y para ayudarnos a comprender al mundo que nos rodea. Al mismo tiempo muchas de esas palabras son como lentes borrosos: nos hacen percibir mal y por consiguiente juzgar mal el objeto que contemplamos. Como dijo acertadamente el gran jurista inglés del siglo XIX, Sir James Fitzjames Stephen, “Los seres humanos tienen una propensión casi incurable a prejuzgar todas las grandes cuestiones que les interesan a base de estampar sus prejuicios en su lenguaje”.
Un destino es un drama espiritual. Cumplir con el destino no es una mera cuestión de sucumbir ante un especie de causalidad inexorable. Si fuera así, no existiría el pecado. Un destino puede ser quebrado o negado. Por eso no es una predestinación. De acuerdo, la palabra “destino” implica necesidad, aunque es una necesidad del espíritu. Tal y como se recoge implícitamente en palabras como “salvación” y “condenación”, la llamada al destino tiene una finalidad algo peculiar.
La síntesis de la libertad humana y la necesidad divina puede expresarse de la siguiente forma: nuestras tentaciones, en vez de ser “circunspectas e indecisas”, deben de ser controladas y nuestros impulsos secularizados. El cristianismo es radical, aunque también es hermético. Bajo estas condiciones, la religión deja de ser entendida como una actividad soberanamente humana y se queda en manos de los que la encuentran beneficiosa, placentera o, de alguna manera, útil para ellos mismos.
El hermetismo de la Iglesia tiene muchas explicaciones. Una de ellas es la cuestión de fe. Durante siglos, la ortodoxia católica ha confiado en el Espíritu Santo para guiar la “Única, Sagrada, Católica y Apostólica Iglesia”. El origen de esa confianza es el Pentecostés, en el cual, según los Hechos de los Apóstoles, después de la muerte de Cristo el Espíritu Santo descendió sobre las cabezas de sus descorazonados seguidores en forma de alentadores “lenguas de fuego.” A lo largo de la historia este modelo del vínculo misterioso entre la Iglesia y el Espíritu Santo fortaleció a los cristianos en tiempos de persecución.
Entre los católicos, estas experiencias ayudaron a reforzar la sensación de que, aunque los no-católicos pudieran despreciarles, la Iglesia les protegería, cumpliendo así su ineludible y predestinada misión en la Tierra. Con el tiempo, esta garantía divina engendró en la jerarquía una vena autoritaria: muchos obispos dejaron de sentir obligación alguna de justificar sus decisiones ante el pueblo sobre asuntos que, al fin y al cabo, serían solventados con la ayuda del Espíritu Santo.
En otras palabras, si un pedófilo católico se acercara con sincera contrición al sacramento de confesión, se le daría no solo la absolución, sino la abundante gracia necesaria para vencer lo que le aflige al alma.
Pero ¿cómo puede la Iglesia salir indemne de la pedofilia? Es fácil. Resulta ahora que las “causas primarias” van mucha más allá de lo social y económico. Son psicológicas. Y como no hay alma que no haya padecido algún trauma psicológico, se hace aún más difícil responsabilizar de algo a alguien de la Iglesia.
En vez de mostrar contrición genuina, los que consintieron y a veces encubrieron el abuso sexual asumieron un papel que es bastante conocido en estos tiempos: el de una consumada víctima mediática. Y junto con sus loables cualidades- su inteligencia y espiritualismo- estas personas poseen también otra cualidad que es muy de nuestro tiempo: apenas tienen vergüenza.
Entraron en la casa de Dios, sedujeron o forzaron a nuestros hijos. Luego hicieron lo que las últimas investigaciones en el tema nos han enseñado que hacen todos los pedófilos: negarlo todo y no acordarse de nada o ni siquiera tener remordimientos por sus actos deshonrosos.
Que el Papa optara por ignorar lo innegable durante tanto tiempo no parece concordar mucho con la labor católica de atender a todo el mundo que la Iglesia profesa seguir. Además, para los que sueñan con una Iglesia más liberal, debe de resultar chocante el firme propósito del pontífice de desestimar los logros de la mayoría de los teólogos de la Iglesia en sus intentos por actualizar la doctrina moral católica. Como ha dicho un teólogo estadounidense, el Papa actual ha “creado un desierto intelectual y lo ha llamado paz.”
Esta ambigüedad, la distancia entre palabra y hecho, entre una moralidad piadosa y una realidad interesada, revela la incapacidad de un catolicismo ensimismado y desfasado para responder de manera eficaz al fenómeno del desangramiento de una religión por culpa de la soberbia y la prepotencia, una religión que tiene delante de sí la terrible amenaza de una revolución desde dentro que podría hacer saltar por los aires al viejo orden.
El perdón del Vaticano es el de los dictadores laicos, cuyas leyes arbitrarias no sirven más que como una demostración del poder.
La estructura actual de la Iglesia está copada por funcionarios intransigentes del Vaticano que siguen atrincherados en un concepto pre-copernicano del universo y, detrás de todo, yace el temor obsesivo al hedonismo- ejemplificado en el sexo- lo que sigue obsesionando a mucho prelados y teólogos cercanos a círculo de Roma. Por lo visto, detrás de esa intransigencia de Roma se esconde el empeño en regresar a la idea del Papa como testigo cristiano omni-competente, en la línea de los dos últimos pontífices preconciliares Pío XI y Pío XII.
Está convicción se basa en la suposición de que la religión es sobre todo el repositorio de la verdad divina, que seguir y practicar según las pautas explícitas de romana, en vez de ser una experiencia basada en la fe y en la imitación de Cristo.
Hoy en día hay muchos miembros del episcopado que ya no distinguen entre su poder temporal y su misión espiritual, tal es el nivel de corrupción de los valores espirituales que afrontan ahora los católicos.
Se define el término chutzpah como una persona que asesina a sus padres y luego exige clemencia al tribunal sobre la base de que ya es huérfano. Eso pretende ser un chiste. Aunque es un chiste peligroso. Nuestra obsesión por el bienestar psíquico del culpable nos deja filosóficamente indefensos ante el crimen. Estoy convencido de que, mientras el Papa y la jerarquía eclesiástica sigan atrapados en una “estructura de engaño”, mientras el culpable no sea más que otra víctima, la justicia es imposible.
Las implicaciones modernas de la comprensión compasiva conllevan otros requisitos mucho más exigentes. La igualdad es uno de ellos; no se puede sacrificar a nadie porque sí. Por supuesto que los destinos que corren las personas les hacen no iguales, sino incomparables; la igualdad es una medida aunque la dignidad es inmensurable. La fe no hace distinciones y las distinciones creadas por costumbre o ambición son precarias ante Dios.
Cada uno tiene que seguir lo que le dicta su conciencia- aunque eso no sea exactamente acorde con la prescripción papal- sobre todo cuando dicha conciencia ha sido adquirida con la ayuda de confesores prudentes y comprensivos que tienen su lugar en la historia.
La posteridad es la acumulación de vida y pérdida. Injustamente, quizás, se ha olvidado por igual de pecados y de virtudes. Se olvida de todo- todo excepto los poemas mismos. Los poemas permanecen, junto a unas historias reales increíblemente tristes, para recordarnos el momento en el que Dios infringió las reglas.
domingo, 4 de abril de 2010
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